lunes, 9 de abril de 2007

VOLTAIRE. Fragmentos de Tratado sobre la Tolerancia

El furor que inspiran el espíritu dogmático y el abuso de la religión cristiana mal entendida ha derramado tanta sangre, ha producido tantos desastres en Alemania, en Inglaterra, e inclu­so en Holanda, como en Francia: sin embargo, hoy día, la dife­rencia de religión no causa ningún disturbio en aquellos Esta­dos; el judío, el católico, el griego, el luterano, el calvinista, el anabaptista, el sociniano, el menonita, el moravo, y tantos otros, viven fraternalmente en aquellos países y contribuyen por igual al bienestar de la sociedad.
Ya no se teme en Holanda que las disputas de un Gomar sobre la predestinación motiven la degollación del Gran Pensio­nario[RC13]. Ya no se teme en Londres que las querellas entre presbi­terianos y episcopalistas acerca de una liturgia o una sobrepelliz derramen la sangre de un rey en un patíbulo. Irlanda, poblada y enriquecida, ya no verá a sus ciudadanos católicos sacrificar a Dios, durante dos meses, a sus ciudadanos protestantes, ente­rrarlos vivos, colgar a las madres de cadalsos, atar a las hijas al cuello de sus madres para verlas expirar juntas; abrir el vientre a las mujeres encintas, extraerles a los hijos a medio formar para echárselos a comer a los cerdos y los perros; poner un puñal en la mano de sus prisioneros atados y guiar su brazo hacia el seno de sus mujeres, de sus padres, de sus madres, de sus hijos, ima­ginando convertirlos en mutuos parricidas y hacer que se con­denen al mismo tiempo que los exterminan a todos. Esto es lo que cuenta Rapin-Thoiras, oficial en Irlanda, casi nuestro con­temporáneo; esto es lo que relatan todos los anales, todas las historias de Inglaterra y que, sin duda, jamás será imitado. La filosofía, la sola filosofía, esa hermana de la religión, ha desar­mado manos que la superstición había ensangrentado tanto tiempo; y la mente humana, al despertar de su ebriedad, se ha asombrado de los excesos a que la había arrastrado el fanatismo.
También nosotros tenemos en Francia una provincia opu­lenta en la que el luteranismo supera al catolicismo. La univer­sidad de Alsacia se halla en manos de luteranos; ocupan una parte de los cargos municipales: jamás la menor disputa religio­sa ha turbado el reposo de esa provincia desde que pertenece a nuestros reyes. ¿Por qué? Porque no se persigue en ella a nadie[RC14].

Salgamos de nuestra pequeña esfera y examinemos el resto de nuestro globo. El Gran Señor gobierna en paz veinte pueblos de diferentes religiones; doscientos mil griegos viven en seguridad en Constantinopla; el propio muftí nombra y pre­senta al emperador al patriarca griego; se tolera a un patriarca latino. El sultán nombra obispos latinos para algunas islas de Grecia y he aquí la fórmula que emplea: «Le mando que vaya a residir como obispo a la isla de Quío, según su antigua costum­bre y sus vanas ceremonias.» Este imperio está lleno de jacobi­tas, nestorianos, monotelitas; hay coptos, cristianos de San Juan, judíos, guebros, banianos. Los anales turcos no hacen mención de ningún motín provocado por alguna de esas religiones.
Los japoneses eran los más tolerantes de todos los hom­bres: doce religiones pacíficas estaban establecidas en su impe­rio; los jesuitas vinieron a ser la decimotercera, pero pronto, al no querer ellos tolerar ninguna otra, ya sabemos lo que sucedió: una guerra civil, no menos horrible que la de la Liga, asoló el país. La religión cristiana fue ahogada en ríos de sangre; los japoneses cerraron su imperio al resto del mundo y nos consi­deraron como bestias feroces, semejantes a aquellas de que los ingleses han limpiado su isla. En vano el ministro Colbert, com­prendiendo la necesidad que tenemos de los japoneses, que para nada nos necesitan a nosotros, intentó establecer un comer­cio con su imperio: los halló inflexibles.
Así pues, nuestro continente entero demuestra que no se debe ni predicar ni ejercer la intolerancia.
Volved los ojos hacia el otro hemisferio; ved la Carolina, de la que el prudente Locke[RC15] fue legislador: bastan siete padres de familia para establecer un culto público aprobado por la ley; tal libertad no ha hecho surgir ningún desorden.

Tenemos judíos en Burdeos, en Metz, en Alsacia; tenemos luteranos, molinistas, jansenistas: ¿no podemos soportar y aceptar la presencia de calvinistas poco más o menos en las mismas condiciones en que los católicos son tolerados en Lon­dres? Cuantas más sectas hay, menos peligrosa es cada una de ellas; la multiplicidad las debilita, todas son reprimidas por leyes justas que prohíben las asambleas tumultuosas, las in­jurias, las sediciones, y que siempre están en vigor por la fuer­za coactiva. [Cf. Iglesia y Estado, religión y ley -norma jurídica-. La ley pone un límite a la tolerancia: leyes justas que prohíben].

Existen todavía fanáticos entre el populacho calvinista; pero es sabido que hay aún más entre el populacho convulsio­nario[RC20] [...]El gran medio de disminuir el número de maniáticos, si quedan, es someter esta enfermedad del espíritu al régimen de la razón, que lenta, pero infalible­mente, ilumina a los hombres. Esta razón es dulce, es humana, inspira indulgencia, ahoga la discordia, fortalece la virtud, hace amable la obediencia o las leyes, mucho más de lo que la fuerza las impone. ¿Y consideraremos como cosa baladí el ridículo que se atribuye hoy día al entusiasmo por la mayoría de las gentes honorables? Dicho ridículo constituye una pode­rosa barrera contra las extravagancias de todos los sectarios. Los tiempos pasados son como si nunca hubieran existido. Hay que partir siempre del punto en que se está y de aquel a que han llegado las naciones.
[Razón frente a oscurantismo y superstición. Ilustración:]
Hubo un tiempo en que se creyó obligatorio promulgar decretos contra los que enseñaban una doctrina contraria a las categorías de Aristóteles[RC21], al horror al vacío, a las quintaesen­cias y al universal de la parte de la cosa. Tenemos en Europa más de cien volúmenes de jurisprudencia sobre la brujería, y sobre la manera de distinguir los falsos brujos de los verda­deros. La excomunión de los saltamontes y de los insectos noci­vos para las cosechas ha sido empleada profusamente y todavía subsiste en algunos rituales. La costumbre ha caducado; se deja en paz a Aristóteles, a los brujos y a los saltamontes. Los ejem­plos de esas graves locuras, en otros tiempos tan importantes, son incontables: se producen otras de vez en cuando; pero cuan­do han producido su efecto, cuando se está harto de ellas, mue­ren por sí mismas. Si a alguien se le ocurriese hoy día ser carpocrático, o eutiquiano, o monotelita, o monofisita, o nesto­riano, o maniqueo, etc., ¿qué sucedería? Se reirían de él, como de un hombre vestido a la antigua, con gola y jubón.

OPCIONAL: [razón/filosofía frente a la superstición]
La superstición es a la religión lo que la astrología a la astronomía: la hija muy loca de una madre muy cuerda. Estas dos hijas han subyugado mucho tiempo toda la tierra.
Cuando, en nuestros siglos de barbarie, había apenas dos señores feudales que tuviesen en sus castillos un Nuevo Testa­mento, podía ser disculpable ofrecer fábulas al vulgo, es decir a esos señores feudales, a sus estúpidas mujeres y a los brutos de sus vasallos: se les hacía creer que san Cristóbal había trans­portado al Niño Jesús de una a otra orilla de un río; se les ati­borraba de historias de brujas y posesos; imaginaban sin difi­cultad que san Genol curaba la gota y santa Clara las enfermedades de la vista. Los niños creían en los fantasmas y los padres en el cordón de san Francisco. La cantidad de reli­quias era innumerable.
La herrumbre de tantas supersticiones ha subsistido toda­vía algún tiempo en los pueblos, incluso después de que la reli­gión se depuró. Sabido es que cuando el Señor de Noailles, obis­po de Chálons, mandó quitar y arrojar al fuego la pretendida reliquia del santo ombligo de Jesucristo, la ciudad entera de Châlons le hizo un proceso; pero el obispo tuvo tanto valor como piedad y no tardó en convencer a los habitantes de la Champaña que se podía adorar a Jesucristo en espíritu y en ver­dad sin tener su ombligo en una iglesia.
Los llamados jansenistas contribuyeron no poco a desa­rraigar insensiblemente en el alma de la nación la mayor parte de las falsas ideas que deshonraban a la religión cristiana. Se dejó de creer que bastaba recitar la oración de los treinta días a la Virgen María para obtener lo que se deseaba y para pecar impunemente.
Por fin, la burguesía ha empezado a sospechar que no era santa Genoveva la que daba o hacía cesar la lluvia, sino que era el propio Dios el que disponía de los elementos. Los frailes se han asombrado de que sus santos ya no hagan milagros; y si los autores de la Vida de san Francisco Javier volviesen al mundo, no se atreverían a escribir que este santo resucitó a nueve muertos, que estuvo al mismo tiempo en la tierra y en el mar y que, habiendo caído al mar su crucifijo, un cangrejo se lo devolvió.
Lo mismo ha sucedido con las excomuniones. Nuestros historiadores nos cuentan que cuando el rey Roberto fue exco­mulgado por el papa Gregorio V por haberse casado con la prin­cesa Berta, su comadre, sus criados arrojaban por las ventanas los manjares que se habían servido al rey, y que la reina Berta dio a luz una oca en castigo de aquel matrimonio incestuoso. Se duda hoy día que los maestresalas de un rey de Francia exco­mulgado arrojasen su cena por la ventana y que la reina trajese al mundo un ansarón en semejante oportunidad.
Si hay algunos convulsionarios en un rincón de un barrio, se trata de una enfermedad pedicular
[RC49] que sólo ataca al popu­lacho más vil. La razón penetra día a día en Francia, tanto en las tiendas de los comerciantes como en las mansiones de los seño­res. Hay pues que cultivar los frutos de esta razón, tanto más cuanto que es imposible impedirles que nazcan. No se puede gobernar a Francia, después de haber recibido las luces de los Pascal[RC50], los Nicole, los Arnaud, los Bossuet, los Descartes[RC51], los Gassendi, los Bayle[RC52], los Fontenelle, etc., como se la gobernaba en tiempos de los Garasse y los Menot.
Si los maestros de los errores, quiero decir los grandes maestros, tanto tiempo pagados y cubiertos de honores por embrutecer al género humano, ordenasen hoy día creer que el grano debe pudrirse para germinar; que la tierra está inmóvil en sus cimientos, que no gira alrededor del sol; que las mareas no son un efecto natural de la gravitación, que el arco iris no está formado por la refracción y la reflexión de los rayos de la luz, etc., y si se basasen para ello en pasajes mal comprendi­dos de las Sagradas Escrituras para justificar sus órdenes, ¿cómo serían mirados por todos los hombres instruidos? ¿La palabra bestias sería demasiado fuerte? ¿Y si esos sabios maes­tros empleasen la fuerza y la persecución para hacer reinar su insolente ignorancia, el término de bestias feroces sería inade­cuado?
Cuanto más se desprecian las supersticiones de los monjes, más se respeta a los obispos y más se considera a los sacerdotes; sólo hacen bien y las supersticiones ultramontanas harían mucho mal. Pero de todas las supersticiones, la más peligrosa ¿no es la de odiar al prójimo por sus opiniones? ¿Y no es evi­dente que sería todavía más razonable adorar el santo ombligo, el santo prepucio, la leche y el traje de la Virgen María que detestar y perseguir a nuestro hermano?

Sería el colmo de la locura pretender hacer que todos los hombres piensen de una manera uniforme sobre la metafísica. Se podría mucho más fácilmente someter el universo entero por las armas que subyugar todas las mentes de una sola ciudad.


VOLTAIRE PONE DE MANIFIESTO IRÓNICAMENTE LO QUE LA RELIGIÓN SIGNIFICA PARA ALGUNOS:
«Este pequeño globo, que no lo es, rueda en el espacio, lo mismo que tantos otros globos; estamos perdidos en esa inmen­sidad. El hombre, de una estatura aproximada de cinco pies, es seguramente poca cosa en la creación. Uno de esos seres imper­ceptibles dice a algunos de sus vecinos, en Arabia o en Cafrería: "Escuchadme, porque el Dios de todos esos mundos me ha ilu­minado: hay novecientos millones de pequeñas hormigas como nosotros en la tierra, pero sólo mi hormiguero es grato a Dios; todos los otros le son odiosos desde la eternidad; únicamente mi hormiguero será feliz, todos los demás serán eternamente des­graciados."»